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Como en todo pueblo pequeño eran muchas las conjeturas que se hacían: que había sido un delincuente y que huyendo de la justicia encontró un lugar donde quedarse. Que tuvo suerte porque nunca más lo habían molestado.

Otros decían que había tenido un desencanto amoroso y que se había vuelto un ermitaño escondiéndose de la gente.

Lo cierto era que su aspecto era bastante lastimoso. Su cuerpo si bien mostraba que podría haber sido fuerte, ahora muy deteriorado, le daba más edad de la que realmente podría tener. Unos decían que pasaba los sesenta, otros tan sólo cincuenta. Siempre barbudo, con el pelo largo y desaliñado , con ropa en mal estado, tan sólo se lo veía en el pueblo a la tardecita, ya casi entrada la noche en que salía a hacer algunas compras. Algo de comida y el vino. Siempre tenía dinero lo que le daba más asidero a los que comentaban que había sido una persona en muy buena posición económica.

Otra cosa cierta era que no le gustaba ver gente cerca de su vivienda y casi siempre los corría a los gritos y azuzaba a sus perros para que la gente se fuera.

De tantos años que venía a pescar casi todos los días, o a pasar un rato tranquilo, ya me había acostumbrado a su presencia hosca y si bien generalmente me ubicaba bastante lejos, él también permitía mi presencia sin molestarme y muchas veces lo vi observarme por un largo lapso de tiempo sin moverse siquiera.

Yo también sin ser un ermitaño me había criado casi sólo, en un pueblo cercano. Sabía lo que era el dolor de la soledad. A los siete años ya hace mucho ¿cuánto? veinticinco, treinta años, ya lo había olvidado, habían matado a mi madre y había desaparecido mi padre.

Un hermano de mi mamá me ayudó a hacerme hombre, a tener un estudio, pero nunca supe que pasó esa noche y nunca me interesó saberlo, como si un manto piadoso se hubiera echado sobre mi mente. Tan solo conservaba un pedazo de diario ya amarillento con la foto de mi madre.

La noche anterior había sido muy fría. Esa tarde cuando llegué como una vez más a pescar, se mantenía el frío ya que el sol seguía sin asomar, detrás de unas tercas nubes.

Me llamó poderosamente la atención que los perros estaban aplacados, como tristes, en la puerta de la humildísima casilla. No sé aún que poderosa razón me hizo dirigir los pasos hacia la puerta y en el fondo de la misma tirado sobre una desvencijada cama estaba el viejo. Deliraba, ni siquiera se dio cuenta que yo había entrado. Entre muchas palabras sin sentido, alcancé a escuchar mi nombre y dos o tres veces la palabra perdón. O fueron más veces. Sólo sé que repentinamente lo que había estado tanto tiempo obcecadamente escondido de pronto brotó como agua de un manantial... A un costado de la cama un recorte de diario, el mismo que tantas veces había tenido entre mis manos mirándolo una y otra vez recordando a mi madre.

Cuando lo tomé entre mis brazos no tuve tiempo de preguntarle por que lo había hecho. Se escuchó un último perdón y luego de dos fuertes ronquidos dejó este mundo. Los perros, como si lo sintieran, comenzaron a gemir.

El viejo puente, al faltarle la compañía del viejo, no aguantó la última crecida.

El río serpenteaba en todo su recorrido, en sus orillas la vegetación le daba una fuerte tonalidad verde, en algunos sectores amplias playas de arena permitían a algunos osados bañarse en los días veraniegos, a pesar de lo peligroso que era. El río ya se había quedado con la vida de varios sin dar a cambio más que pena y dolor a los familiares.

El viejo puente de madera se mantenía firme y obstinado al embate de las últimas inundaciones que se lo habían querido llevar. Nadie sabía cuanto tiempo más resistiría.

Debajo de una de las cabeceras el viejo había construido con maderas, chapas y cartones su frágil casa.

Hacía ya muchos años que estaba allí, sin embargo poco era lo que se sabía.

CUENTO:

EL VIEJO DEL PUENTE por Edgardo Raymonda

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